La tristeza le acompañó hasta la sombra del ciprés, lenta, puntual y melódica como sólo ella es. La mano quedó posada sobre su corazón, para recordarle que no se había ido, que la pausa en la que le sumió en el último resquicio del verano era sólo un reflejo del agua que beben los humanos. Ni la alegría ni el amor eran para él; sólo derivarían en espirales contínuas, desgastadas búsquedas de la ecuación que explicara el sentido de cada amanecer, de la poesía y del impulso de la primera fuerza que hizo caer a todo un dominó, hasta llegar a su ficha y derrumbar no sólo una pieza inorgánica, si no el conjunto de uniones que le permitían mantenerse en un débil pero tenso equilibrio.
Sólo son caminos, que vienen de un lugar y van a otro. Él nunca recordará por qué llegó a ese ciprés hasta que la mano no se levante y le deje marchar. Nunca saboreará el dulzor de la poesía mutua, de mirar fíjamente sus ojos en el espejo y reconocerse, de tener el corazón en su sitio o de palpar los primeros rayos del sol y lanzarlos más tarde en la noche con la satisfacción de haber podido acompañarlos durante las largas horas estivales sin ayuda ajena.
El ciprés seguirá y recogerá el testimonio de otro viajero perdido, que se posará bajo su sombra para descansar y encontrar su senda, consiguiendo no más que una mano fría sobre su costado, lenta, puntual, melódica...
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